El cuerpo como un territorio a intervenir es un tema complejo que desde hace algún tiempo llama mi atención.
Ahora es frecuente escuchar la pregunta qué es ser mujer y no hay la misma referencia a qué es ser hombre, ya que el sistema patriarcal lo asimila al todo. Para mí ser mujer es una condición biológica, en lo demás soy un ser humano cualquiera. Mis pensamientos, decisiones y acciones no están determinadas por mi sexo. Por ello no entiendo que se pretenda que los sistemas institucionales identitarios desconozcan la biología como categoría. Si existen otras maneras de asimilarse, la solución estaría en ampliar el espectro de identificación a las nuevas diversidades. Hay hombres, mujeres, transmasculinos, transfemeninos… y las que requieran identidad en la socialización. Se trata de adicionar, no de restar. Esto es vital por cuanto significará además que para algunas de las actividades sociales el espectro de posibilidades habrá de ampliarse, como es el caso de los encarcelamientos, competencias deportivas, centros de protección a víctimas de violencia sexual, participación política y espacios de decisión, historias clínicas, entre otras.
Creo que seguimos atrincherados en las fronteras morales y de pensamiento que nos impiden relajarnos y fluir con el devenir. Hay una pulsión por el control, por el deber ser que nos conduce irremediablemente a la no aceptación de lo que es. Lo natural es atravesado por una sapiencia humana que decide mejor el cauce que el río mismo, que convierte bosques en potreros y monocultivos extensos, destruye montañas para elevar edificios. Una actividad depredadora y cotidiana porque la naturaleza persiste. Ocupará el vacío, cualquier resquicio para retornar y a ser lo que es: vida manifestada. La naturaleza es fuerte y tenaz. De hecho los cultivos con semillas transgénicas sobreviven gracias a la ingesta constate de agroquímicos y los cuerpos transfemenizados pueden adolecer de cáncer de próstata, una enfermedad exclusiva de hombres como lo es el cáncer de mama para las mujeres.
En esa medida no es de extrañar que hoy el cuerpo sea un nuevo campo de batalla. El ser humano se proclama por encima de lo natural. El buscador de un mundo en el que el deseo es el amo y para ello ha de domar la biología. Por eso las narices de nacimiento, el tamaño de los senos, la no protuberancia de las nalgas, el exceso de peso, las señales de vejez se convirtieron en territorios a transformar con el bisturí. Lo que no gusta ha de convertirse en lo que el deseo cultural privilegia. Las cirugías plásticas estéticas son hoy normales y podría decirse que son el abrebocas a la mutilación para volver lo masculino femenino y viceversa. Un camino sin vuelta atrás.
Todo lo que genere dependencia requiere una revisión permanente y es ahí donde cuestiono la pretensión de que memores de edad y sus familias sean presionados, a través de la publicidad o la bien intencionada educación sobre la diversidad sexual, para escoger sin alcanzar la adultez su identidad sexual no biológica. No hay que ignorar que cercenar los senos y castrar los genitales son actos irreversibles con consecuencias de por vida y que conducen a la dependencia farmacéutica, ya que las mamas y las próstatas seguirán existiendo, al igual que las hormonas, y por lo tanto inhibirlas requiere de un control constante y sistemático, que se logra con la medicación, sin que aún dimensionemos sus efectos a corto, mediano y largo plazo en sus pacientes prematuros. Aquí cabe la pregunta de siempre: ¿Quién gana? ¿Quién es el beneficiario de este nuevo orden social?
Una mirada critica a esta situación no puede descalificarse bajo el epíteto de polarización: Si no estás conmigo, estás contra mí. Requerimos que las decisiones que nos afectan como grupo social sean analizadas, contrastadas, visibles en sus diferentes aristas. Esto permitirá que el futuro que edificamos hoy sea el resultado del constructo social de una mayoría informada y enriquecida en el debate de las posibilidades y no la maraña tejida por los hilos invisibles de unos pocos en su propio beneficio.
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