Pareciera que entramos en un túnel oscuro cuando las dolencias se presentan en nuestro cuerpo. Estamos acostumbradas a percibirlo como un ente separado de nosotras, presente sólo cuando se queja a través del dolor y aún así lo asumimos como una incógnita que requiere ayuda para descifrar y entramos en el incierto y tenebroso camino de la dependencia hacia una terapia, un terapeuta, un medicamento, un milagro.
La vida duele, nos enferma, cuando hemos perdido el norte de lo que somos. Cuando la confianza en la sabiduría intrínseca de la naturaleza la suplantó lo que es externo a ella y nuestra identidad se desdibuja en las máscaras apiladas sobre nuestro rostro para encajar en el todo etiquetado como sociedad.
En mi propia experiencia y en el ejercicio de mi responsabilidad con los animales domésticos que dependen de mi aprendo a encarar en cada circunstancia el temor que aún me causan los padecimientos físicos y reconozco que en una primera instancia quisiera correr a buscar una pócima que reverse la situación. También que busco respuestas ajenas y dudo apoyada en la alarma que aumenta a medida que los síntomas se agudizan. Con ese impulso voy al umbral de la farmacéutica tradicional y cuando leo en la etiqueta: mantener fuer del alcance de los niños y aplicar con guantes por su contenido tóxico, logro recordar que soy co-creadora de mi realidad y que todo me refleja.
Regreso a mi y me contemplo en la paciencia para de detenerme a observar y observarme, a ser testigo del trastorno que se presenta como un revelador malabarismo que busca el equilibrio de la existencia para completar su propio ciclo de crecimiento. Comprendo entonces que la enfermedad es una expresión sabia de la naturaleza para asegurar el curso sano de existir en el SER y me entrego al amor, como la elección certera que guía mi hacer para que, en consonancia, la vida florezca.
La paz es conmigo, la paz es con todas