Cuan ocupadas nos encontramos y todo parece diluirse en una frenética carrera contra reloj. El tiempo es corto en la medida en que centramos nuestras ocupaciones en la intervención.
Dediquemos mucho de nuestra atención y energía al otro, sea éste un ser, una idea o el mundo exterior. Etiquetamos su conducta, actuamos para reparar lo que de él consideramos averiado y generamos estímulos para determinar una respuesta concreta, que se ajusta a nuestra rigidez sobre el deber ser.
Esta práctica es cotidiana y constante. Está ceñida a nuestro cuerpo como otra sombra que nunca vemos. Que consideramos inofensiva, pese a que sus consecuencias sean la devastación del mundo natural - impacto negativo en los ecosistemas y pérdida de vida en el suelo, el aire y el agua- y asesinato físico, mental y/o espiritual del hombre -un ideario de consumo y acumulación que niega la unicidad-.
¿Nos detenemos, escuchamos, observamos, comprendemos?. No, no hay tiempo.
En ese ahogamiento de la disponibilidad real, huimos de nosotras mismas hasta que todo lo que hemos ocultado, enterrado e incluso olvidado estalla como cualquier evento de la naturaleza, devastándonos para dejarnos en un estado de no hallarnos. Depresivas vemos la oscuridad que hemos construido en nuestra brigada de buenos samaritanos y pese a ello es probable que aún persistamos en la intervención. Lloramos, nos quejamos y hasta rezamos, presas de la angustia y frustración, para pedir que alguien venga a salvarnos, ¿de qué? En últimas de nosotras mismas, ya que somos lo que vivimos y sólo somos quienes podemos resolverlo.
La comprensión y el auto conocimiento nos hace libres, tanto para vivir individualmente en libertad como para respetar el libre albedrío ajeno. Y es así que ahora estoy atenta para comprender mi deseo de intervenir y dejarlo ir, porque ya tengo suficiente responsabilidad con lo que he creado con ¨buena intención¨.