La diferencia que en algún momento me fue significativa entre ser hombre o mujer tuvo que ver con lo que está socialmente me está permitido hacer, en un mundo que aún privilegia la fuerza, el control, la competencia y la linealidad.
En respuesta invertí mucha energía para abstraer y concretar y relegué al olvido el permitir el curso de las cosas, que es calificado como principio femenino. Pasé por alto la intuición y muchas veces pretendí, agarrada a mi voluntad y convicción, producir cambios exteriores de una envergadura similar a la de alta ingeniería que traslada un edificio de lugar. Sólo mientras mantuviera mi esfuerzo las cosas permanecían en concordancia con mis pretensiones; si disminuía la presión todo regresaba con rapidez a su estado inicial,
En la imposibilidad encontré la sabiduría de soltar. Comprendí que el fluir permite ver en el ahora la sapiencia implícita del devenir y que ahí, en ese sin tiempo, está la llave que abre la manifestación de lo soñado, porque se expresa sin la pretensión de lograr, sino en la nítida presencia de la vida que expande su grandeza en todo instante y nos muestra los tesoros de lo que ES.
Mis maestras han sido la experiencia de la maternidad y la vida cotidiana en medio de la naturaleza. Aprendí sobre la circularidad que va desde la redondez en las formas a la atención que se expande para acoger de manera simultánea varios focos; a comprender que lo femenino se entrelaza y ata en la existencia para confluir de manera sabia en la vocación de proteger y conservar, sin anteponerse a la libertad de ser.
La paz es conmigo, la paz es con todas.